Lady Hyde despertó, se incorporó en su lecho de satén y vio que la noche londinense seguía tan oscura como de costumbre. La noche era de ella, mientras el día era de la otra mojigata. La odiaba, si, la despreciaba con todo su oscuro corazón. Mañana, la buena doctora iría a misa a confesar los ríos de sangre que iban a correr esa noche.
Lady Hyde era hermosa, tan sublime y tan bella como la muerte, y tan peligrosa como un saco lleno de arañas. Su cabello oscuro y sus ojos como una luna negra contrastaban con el cabello rubio y los ojos azules de la otra.
Se vistió con un sencillo traje negro y salió a la calle. La ciudad estaba tranquila, los niños dormían y sus padres también. Casi todo Londres dormía.
Los sueños de Lady Hyde eran sencillos, quería hacer una obra maestra del Mal. Había matado, por supuesto, pero ella quería pasar a la historia. Ser un mito, un ejemplo para otros y para otras como ella.
Caminó durante toda la noche y, de pronto, la vio. Supo que ella sería la primera pieza de su obra maestra, el primer trazo en el lienzo, el primer capítulo en el libro y el primer golpe en el marmol de una lapida.
La dama oscura sacó su cuchillo y se lanzó a crear algo magistral, la pobre Mary Ann Nichols ni siquiera la vio venir en aquella noche de agosto de 1888.